Un poco de ficción entre tanta mentira...

El último intento del día por no morir nuevamente se extinguía, dando paso, libremente, a la oscuridad de la noche. La brisa nocturna se mezclaba con las hojas, las sombras fundían y confundían el aroma de las flores. Los pájaros del ocaso, casi inocentemente, posaban sus menudas patas sobre las ramas negras de los árboles pelados. D. corría de un lado a otro, escapando de aquella sombra que lo perseguía desde que la claridad se convirtió en penumbras. Miró unos momentos hacia atrás pero no vio más que la oscuridad amenazante detrás de sus pies, y pensó que detenerse sería una buena idea. Palpó sus bolsillos en busca de eso que le ayudaría a pasar el momento. Sus amigos le habían dicho que lo dejara, pero él sabía que ya se había convertido en un vicio...en un vicio eterno. Siguió buscando hasta que lo encontró, lo sacó y se lo llevó a la boca. Unos segundos después, ya estaba más calmado tratando de buscar, ahora no en sus bolsillos, la fuerza necesaria para continuar. En el otro extremo de la calle se sintió un crujido que le hizo apretar sus dientes hasta romper el cigarrillo. Se maldijo por haber comprado esos Rodeo, el viejo kiosquero le había robado otra vez. Los cuervos en los árboles lo miraban de reojo, reclamándolo, tratando de hacer su sufrimiento un poco más corto. D. se quedó mirando fijamente hacia el ocaso, allí donde la nada sigue siendo eso y las sombras juegan a las escondidas. El hombre observó, haciendo un esfuerzo sobrehumano, y descubrió horrorizado que una pequeña sombra se movía entre las demás. Aquella cosa, mitad humana, mitad muerte, se dirigía hacia el hombre con increíble afán. Ni la fría noche ni los espectantes cuervos se comparaban con ello. D. sintió cómo su sangre se le congelaba en sus venas y sus piernas no le respondían, trató de apoyarse en un árbol, pero lo sintió pegajoso y frío...sintió como las pequeñas hormigas iban recorriendo su brazo; creyó que sería el final, que la vida se cortaría súbitamente con un golpe seco. Se arrodilló en el suelo, como suplicando, y cerró sus ojos con cobardía. La noche pasó como la luz ante sus cerradas pupilas y el día se dio a conocer. D. abrió rápidamente los ojos al sentir la suave brisa matinal y se incorporó con alegría. El susto había pasado y se disponía a seguir con su vida, pero el recuerdo de aquella noche no lo dejaba ir, lo sujetaba contra el suelo y lo enloquecía... El viento se movía de un lado a otro, jugando con las hojas de otoño y haciéndo, junto con el canto de los pájaros silvestres, una sinfonía perfecta. El astro del día subió hasta lo alto, poniéndole fin a la mañana y comenzando a marcar la tarde. Al final de la calle, un pequeño punto negro se hizo notar, contrastando con todo y con todos. El hombre, ajeno a eso, comenzó a caminar hacia el mismo lado. Pensaba en cómo iba a comportarse después de aquella experiencia, pensaba en dejar de fumar, de tomar, pensaba en dejar a su mujer porque el sexo era malo...muchas cosas le subían a la cabeza. D. levantó la mirada y no pudo pensar en nada más. Sus manos comenzaron a temblar nuevamente, su piel se erizó y sus piernas se convirtieron el plomo. Clavó los ojos en lo que venía hacia él, lentamente, reclamando lo que la noche anterior no había podido conseguir. En aquel momento, el hombre sintió que ya era demasiado tarde para vivir, para correr y hasta para dejar a su esposa. Se lamentó y a la vez quedó frío en la mitad de la calle, esperando. El sol cayó abatido, y el crepúsculo le indicó el final...